"—Soy el único intelectual desde que murió Verlaine. ¿ Los demás?, ¿qué importan que tengan talento? Son talentos industriales."
Intelectual
Estoy satisfecho. Conozco a un intelectual auténtico, que me honra con sus confidencias. Es un joven sucio y elocuente. Ayer me llamó en el café y me habló de este modo:
—Soy el único intelectual desde que murió Verlaine. ¿ Los demás?, ¿qué importan que tengan talento? Son talentos industriales. Vea usted a Blasco Ibáñez y a Anatole France, dando palmaditas al potro porteño, herrado de oro; véales hacer muecas almibaradas para que las señoras vayan a las conferencias, o siquiera paguen las localidades...
—¡Oh! —protesté.
—Sí, señor —prosiguió el intelectual, echando furiosamente azúcar en su taza—. Esos caballeros explotan su chacra literaria con abonos químicos, y consiguen fabricar por año un volumen, vendido previamente. ¿Intelectuales? ¡Nunca! ¿Sabe usted lo que es un intelectual, lo que soy yo, por ejemplo? El que reduce el universo a ideas. ¿Y quién confiará un centavo al infeliz que padece semejante enfermedad? Yo arrastro sobre mí ese estigma indeleble. Cuando empecé a hacer un uso inmoderado de mi inteligencia, no sospeché lo que me esperaba. Hoy es ya tarde. Debí haber comprendido que el espíritu pertenece a los órganos vergonzosos del hombre, y que también existe el libertinaje de la razón. La costumbre de pensar a todas horas tiene algo de vicio bochornoso ante el común de las gentes, y me ha convertido en un ser inútil, a veces nocivo, odiado, despreciado...
—Exagera usted.
—El intelectual puro, señor mío, es un bufón serio, un loco tranquilo con el cual las personas normales y equilibradas se divierten cuando el desdén se lo permite. Un filisteo, un beocio, un burgués, o como ustedes lo llaman: un prudente ciudadano, vendrá a oírme a mi mesa, a pasar el rato, porque yo hago lo mismo que el mar y las puestas de sol, lanzo la belleza sin mirar adonde, y no trafico con mi genio, colocándolo a tanto el centímetro. Charlo, ¿entiende usted?, como charlaron los verdaderos intelectuales, desde Sócrates a Barbey, ante cualquier auditorio, o lo que es mejor, sin auditorio, y si algún escriba me escucha y quiere conservar mis frases para la posteridad, allá él. Ahora voy a explicarle a usted por qué me persiguen y me odian.
—¡Bah! Nadie le odia.
—Me odia el Estado, y hace perfectamente. Como llevo dentro de mi cráneo un átomo de lógica absoluta, es decir, la chispa inicial que andando el tiempo y a través de la mecha inerte de las masas, concluye por hacer estallar las bombas, soy el enemigo del Estado. El Estado es práctico, y la lógica no lo es. El pensamiento en sí es una energía anarquista, puesto que no es pensamiento lo que sustenta el orden sino los intereses, y no cabe duda que si aplicáramos las reglas del buen sentido a la política, la sociedad se hundiría en una catástrofe espantosa. Antes, a nosotros, los intelectuales se nos quemaba vivos. En esta época aciaga se sigue otro sistema: se nos mata por hambre. Así resulta que no puedo saldar con el mozo la miserable factura de una taza de café.
Alargué un billete de cinco pesos al intelectual, y me despedí cordialmente.
Rafael Barret
España
(1876 - 1910)
"Biblioteca Gusstavo Riccio"